domingo, 10 de junio de 2012

La mujer de la orilla



A las afueras de esa ciudad sólo quedaba un edificio que el paso del tiempo no había conseguido derruir. Ya había caído la noche, y en un muro que se encontraba frente a éste, sólo por un par de segundos, me pareció apreciar una silueta... aparentemente de mujer.

Se escuchaba el viento aullar, y a lo lejos, el sonido de los arbustos abriéndole paso a quién pretendía huir sin ser vista. Un caminar acelerado, aunque de pasos cortos; una sombra encorvada, cubierta por una capa que no permitía más que entrever esas curvas entorno a las caderas. Sí, era una mujer.

Corría durante unos minutos y se detenía a respirar, a recobrar el aliento. Miraba tras su espalda constantemente, como si temiese ser descubierta. Todas las noches el mismo cantar; todas y cada una de las noches, esa oscura silueta abandonaba ese edificio que se erigía apartado de la ciudad, corría y caminaba durante horas. Y todas las noches, también, nadie parecía notar su ausencia. 

Era morboso. Yo le veía salir a diario, pero siempre regresaba.

* * *

Necesitaba salir. Nunca dije que quisiera éste como mi hogar, ni pude opinar acerca de lo que habían escogido para mí. Me encerraron allí hace cinco meses. No podía ver ni hablar a nadie. Escribía, llenaba libretas con mis pensamientos para que después nadie pudiera nunca saber de ellos. Lloraba, pataleaba, gritaba, gemía. Silencio, o en el peor de los casos, aquellos cantos que hacían que se me encogieran las entrañas. No podía más. Tenía 19 años.

Durante los paseos matinales, cada día buscaba un agujero en el cemento, un hueco entre las vallas que bordeaban los jardines. Nada. Tres meses me costó encontrar una huida.

La primera noche pasé horas ataviándome. No tenía apenas ropas, sólo aquella "túnica" espantosa, y el vestido con el que llegué. Hacía frio, y me decanté por la prenda más fea; me cubrí con una capa negra hasta los pies, y salí a hurtadillas. Corrí hasta la verja y doblé cuidadosamente la esquina inferior hasta que pude abrirme paso.
Me asustó que las luces de la carretera reflejasen mi silueta en el muro de enfrente, parecía un gigante a punto de abalanzarse sobre mí. No podía dejar de mirar tras de mí. Notaba una presencia.


La noche siguiente volví a salir. Tenía miedo de que alguien me hubiera podido ver, pero tampoco me lo hicieron saber. Repetí la operación de la noche anterior, y me alejé de mi prisión. No tenía rumbo; sólo quería disfrutar las únicas horas del día que no me robaban esas cuatro paredes. Volví a ver mi sombra, no me asusté. Noté de nuevo esa presencia, no me alarmó.


Fueron muchos los meses en los que me escapaba de mi gran cárcel. Y desde el tercer día tenía la certeza que había alguien observándome. Y me gustaba. ¿Los latidos eran sólo de mi corazón?


* * *


Esperaba verle salir noche tras noche agazapado tras un árbol. Esperaba que algun día ella se percatara de mi presencia y se acercase a mí. Yo intentaba que me advirtiera, pero no quería asustarle.


Una noche le seguí. Pasó horas caminando por la carretera, por el bosque, por la orilla del rio. Se sentó en una piedra, se tumbó sobre la hierba, y cinco minutos después emprendió el camino de vuelta. Desde esa noche hasta mucho tiempo después, la seguía hasta el árbol que se encontraba tres rocas más allá, permaneciendo oculto entre la maleza.




Recordaré siempre la noche más tórrida que viví cerca de ella. Cuando llegó a su roca, por primera vez, permaneció de pie; dio media vuelta, y cuando parecía que iba a mirarme, continuó andando hasta la misma orilla del rio. Se quitó la capa y me dejó que contemplara, ahora sí, su silueta de mujer.


No comprendía a qué se debían sus vestiduras. Una mujer tan hermosa, oculta en esa túnica, toda ella color carbón. El día que siguió al que casi fui descbierto, decidí correr el riesgo una vez más; y es que ella tenía algo que yo no sabía describir. Escondido tras mi árbol rodeado de arbustos, pude ver como, una vez más, se desvestía. El hecho de contemplar esa capa desubriendo su cara, deslizándose por sus hombros... hacía que sintiera envidia de la prenda. Pero esa noche hubo algo más. No iba cubierta de color carbón, sino de un amarillo que pretendía ser el sol enmedio de la noche. Fue en ese momento cuando creí saber que me había descubierto. Pero no se volvió hacia mí. 
                   
* * *


Encontré un lugar perfecto. Todas las noches me refugiaba allí, pero una de ellas me pareció no encontrarme tan sola. Y no, la verdad es que miedo no tenía. Era una sensación nueva.


La primera noche que le vi fue la más calurosa de aquel verano. Notaba como los arbustos que había a mi alrededor se movían a mi paso, pero no eran los únicos. Me sentía observada, pero no podía tratarse de nada malo, ya que no era la primera vez. Seguí andando hasta la orilla, me giré, y ahí estaba él. De pie, detrás de un árbol. Era un chico rubio, alto, de espalda ancha, mirándome. Sentí la necesidad de desprenderme de mi capa, y así lo hice.


La noche siguiente utilicé mi vestido favorito, el único que tenía en el caserón. Pasé todo el camino agudizando mis sentidos, advirtiendo cada paso que él daba tras de mí, escuchando su respiración entrecortada, el sonido de la maleza a su paso... Y por primera vez, los disfruté. Llegué a la orilla. En mi estómago un cúmulo de mariposas revoloteando; en mi cabeza, una orden: "siéntete deseada".


* * *




Una noche más, salí a caminar tras la pequeña escapista, y me escondí para poder admirar aquello que me mostrara. Desde el día que apareció sin su túnica negra, ya nunca había vuelto a ponérsela.


La vi llegar a la orilla del rio y descubrirse... Se olvidó de la tierra, y se deshizo de los zapatos, y se olvidó del aire desabrochándose la cremallera del vestido. Vi cómo iba cayendo lentamente, hasta llegar al suelo; vi como ella se giró hacia mí una milésima de segundo antes de apartar la mirada; y vi su cuerpo... Sus piernas largas y perfectas, sus curvas maravillosamente esculpidas, su pelo largo y moreno cayéndole sobre la espalda, sí... esa espalda... Con una sola mano, desabrochó el sujetador y lo echó de la función; y se ayudó de la otra para, después, deslizar la última prenda de ropa que quedaba en su cuerpo hasta donde descansaban las demás.


Estaba completamente desnuda, de espaldas a mí. Podía ver cómo se le marcaban esos perfectos cachetes que me moría por acariciar; ese hueco entre sus piernas me estaba llamando a gritos... Y entonces, se dio la vuelta. Y por fin pude verla al completo. En ese instante deseaba besarle, lamerle, abrazarle, tocarle, acariciarle, aprisionarle, penetrarle... Sólo quería que fuese mía.


 * * *


Cada amanecer volvía a mi reclusión con sensaciones nuevas, y cada vez más intensas. Tenía curiosidad, ya no sólo por mi espía, sino por el sexo. Necesitaba descubrir qué se sentía al dejarse llevar por el deseo.


Una noche me armé de valor y decidí dejar de esconder aquello que llevaba dentro. Sabía que no estaba bien visto, pero lejos de sentirme sucia, estaba más excitada a medida que se acercaba el momento. Llegué a la orilla y me desvestí para él. Sabía que estaba detrás de mí; oía los arbustos agitarse. Podía notar sus nervios. Y me gustaba.


Quería que fuera él quién viniese hacia mí. Me di la vuelta y me quedé ahí de pie, esperando. Desnuda.




Todo se detuvo, el sonido del agua, de los arbustos, del viento. Sólo podía oír mi corazón latiendo a un ritmo desenfrenado. Yo seguía en pie frente a su árbol, avancé y me detuve a escasos metros de él. Mi cuerpo necesitaba mostrarle qué deseaba. Mi mano derecha se separó de mi costado y se fue acercando a mi clítoris, me sentía húmeda, notaba cómo iban abriéndose los labios poco a poco...


Había otra mano allí, más ruda, más grande que la mía. Dibujaba círculos concéntricos en una parte de mi cuerpo, mientras otra mano descubría el resto de mí. Se lo quité todo vorazmente, utilizando incluso los dientes; salvaje como un animal en celo le besé, mordiéndole la boca, haciéndole mio. Él detrás de mi, todavía de pie.


Él se dejaba hacer. Le tumbé en el suelo frente a mí, y me monté en su cuerpo. Jugamos durante horas. Nos comimos enteros, nos chupamos, nos lamimos... Nos corríamos una y otra vez, y ninguno de los dos podíamos saciarnos. Le pedía más, gemía, gritaba... hasta quedarme temblando en silencio. Una y otra vez.


No sabía su nombre, aunque tampoco se lo pregunté.


* * *


Se acercó a mi árbol lentamente, sin cubrirse parte alguna del cuerpo. Al detenerse, sus dedos comenzaron a jugar con su cuerpo mientras yo miraba. Salí de mi escondite y me quedé de pie, sin poder apartar los ojos de ella.


Mi cuerpo necesitaba sentirla, deseaba descubrir lo que no podía ver... Y no podía esperar.


Sin previo aviso, mi mano se abalanzó sobre la suya, tenía que ayudarle, hacerle compañía. Mientras, la otra tenía que saciar su necesidad de tocar, sentir, acariciar todo lo que llevaba meses esperando. Pero ella era impulsiva como nadie; me arrancó la ropa del cuerpo, se apoderó de mi boca mordiéndola, besándola.




Éramos uno, allí de pie, enmedio de la nada. Ella me había hecho suyo, mis manos hacían lo propio con su cuerpo mientras le penetraba. En un arranque de pasión, me tumbó sobre la hierba y se sentó sobre mí, inmovilizándome. Le dejé que jugase conmigo.


Follamos durante horas; una, dos, y hasta diez veces. Jugamos y probamos mil posturas; lo que el cuerpo pedía. Cuando más vulnerable me veía, mejor me lo hacía, más disfrutaba conmigo. Al escucharla gemir, me ponía cada vez más cachondo; ella me lamía, me chupaba, me besaba, insaciable. Un círculo maravillosamente vicioso.


Cuando pudimos darnos cuenta, hacía horas que había amanecido.


* * *


Salimos de nuestro letargo bien entrada la mañana. Y yo sólo tenía cuatro cosas: mi vestido amarillo, mi capa, un chico del que no sabía ni su nombre, y un problema, había probado el sexo y me había enamorado de él.


No sé cómo ni por qué, sólo tengo claro que volvimos a besarnos y caímos otra vez... Y otra más... Y había vuelto a amanecer entre besos, lamidas, caricias, abrazos, risas y orgasmos.


Sí, sexo, sexo salvaje al cual no renunciaré; pasiones, que cuando se ven desatadas, te sumergen en una vorágine de morbo, deseo, frenesí. Me gusta. Me encanta.


Fueron dos días intensos. Dos días que nunca olvidaremos.


Y no, ya nunca regresé al convento.


*ángel caído*  14/12/11







No hay comentarios:

Publicar un comentario